El cuento del madero quemado
Un día, paseando a solas por la playa, vi a la orilla del mar un gran madero ennegrecido, parecía un trozo de viga quemada, y me senté junto a él.
Las olas, que mansamente llegaban a la orilla, mecían suavemente el madero, como acariciándolo.
Absorto en mis pensamientos, llamó mi atención el leve movimiento del madero y, como a veces me sucede que hablo conmigo mismo, no sé por qué, le hablé.
―¿Qué hay, madero?
―Bien, aquí estoy a la orilla del mar. Unos días soñando lo que espero, y otros esperando lo que sueño.
Las olas nos mojaban con el blanco borde de su espuma. El madero se balanceaba como de regusto por el frescor del agua y daba la sensación de que estuviera vivo.
―¿Qué es de tu vida? ―me preguntó.
Me sorprendió la pregunta. ¡Qué extraño! Como si nunca nadie me hubiera hecho esta simple pregunta. ¿O era, tal vez, la única oportunidad de ser completamente sincero? No podía mentir. ¿Quién podría mentir a un madero quemado?
―Mi vida son mis sueños. La realidad, el sendero, casi siempre cuesta arriba, por el que voy caminando con mi cuaderno y mi pluma, sin encontrar compañía. ¿Y tú? ―le pregunté.
―Yo era un pino muy hermoso, alto, lleno de ramas, plantado en las dunas muy cerca del mar. Desde pequeño yo quería ser barca, barca marinera, como me dijeron que lo fue mi padre y como lo eran mis hermanos mayores. Un día, cuando más alto y más lleno de fuerza estaba, vinieron unos hombres, dijeron que ya no crecería más, y me cortaron. Mi alegría era inmensa, por fin iba a ser barca, iría a la mar y hablaría de cerca con mis amigas las olas.
»Llevaron mi tronco a un aserradero, donde me limpiaron, e hicieron de mí un gran tablón. Yo me contemplaba y me decía orgulloso: "¡qué hermosa quilla!"
»La realidad fue otra. ¡Qué desilusión! Me destinaron como viga en una casa que construyeron. El ser la viga maestra, de nada me consolaba. En ese oscuro trabajo, cumpliendo bien mi deber, fiel a mi estirpe, he dado lo mejor de mi vida. No sé cuántos años han pasado, perdí la noción del tiempo. A pesar de mi esfuerzo la casa se derrumbaba, hasta que, por fin, un día, la demolieron. Me quedé sin trabajo, atravesado por estos clavos oxidados que ves en mi cuerpo. Por ellos, me consideraron inservible y me tiraron con los escombros de la casa. A veces lo pasaba muy bien, pues venían unos niños, me apoyaban en una piedra y hacían de mí un columpio. Yo me sentía muy feliz cuando, por las tardes, a la salida del colegio, llegaban los niños a jugar conmigo. Los días felices duraron poco.
»Limpiaron el solar y junto con los escombros, me arrojaron fuera de la ciudad, cerca de las dunas. Hablé con los pinos verdes, pero como no me conocían, se rieron de mí. Llamé a las olas y ellas sí me reconocieron, se acordaban perfectamente de mí, de cuando yo era pino. Las olas no cambian, ellas son siempre fieles.
»Un día llegaron unos hombres, amontonaron todo lo que consideraron desperdicios y nos prendieron fuego. ¡Qué pena! ―dije. Ahora que vuelvo a ver el mar me queman y desapareceré para siempre. Las llamas hacían crujir los palos y maderas a mi alrededor. Las basuras chisporroteaban de contento, porque se purificaban, habían llegado al final de su degradación, y volverían a ser vida. También a para mí llegaba el final, el último episodio de una vida fracasada. Las llamas danzaban alocadamente, yo apretaba mi piel, me secaba, crujía de dolor. Llamé a gritos a mis amigas las olas. Por fin, agotado, me di por vencido y empecé a arder. ¡Qué largas son las horas de dolor!
»Los hombres se marcharon. Las llamas, al quedarse solas, perdieron su coraje. La noche, que vino del mar con su manto húmedo, apagó la hoguera. Pocos días después, hubo una gran tormenta con un viento casi huracanado, que yo aproveché para rodar hasta la playa. Entonces, las olas vinieron por mí y me llevaron a la orilla con ellas. Ahora, aquí estoy, esperando y esperando porque sé que una noche de luna llena, saldrán del mar las sirenas y me llevarán mar adentro, muy lejos. Y cuando mi cuerpo esté muy pesado, lleno de agua, las sirenas me bajarán al fondo del mar y me plantarán junto a los corales. En el fondo del mar echaré raíces y volveré a crecer, y otra vez llegaré a ser aquel pino hermoso que antes fui. Y cuando, un día, las algas se columpien en mis ramas y los peces jueguen al escondite a mi alrededor, yo recordaré aquellas tardes felices en que los niños, mis únicos amigos de la tierra, jugaban conmigo en el solar de los escombros de la vieja casa.
Yo continuaba mirando el devenir de las olas. Contemplar el mar, en soledad, me distrae y me absorbe enormemente. Trataba de seguir a las olas desde su iniciación, lo más lejos posible, allí donde descubría el leve movimiento de una onda que apenas divisaba. Después, seguía con la vista a la ola recién nacida que, a través de vagas evoluciones, iba incrementando su volumen hasta transformarse en una gran ola. Y entonces, cuando más arrolladora y potente parecía la ola, se rompía en cascadas de rizos y de espuma que llegaban mansamente hasta la arena húmeda, tierra de nadie, que unas veces pertenecía a la playa y, otras, al mar. De pronto, como si me hubieran conectado con este mundo, noté el peso del silencio y miré al madero. ¿Había él dejado de hablar o era yo quien había dejado de pensar?
Me levanté y regresé al hotel. Aquella noche tardé mucho en dormirme, me desvelé pensando en el madero. Por la ventana abierta de mi habitación entraba la brisa fresca del mar y el ruido monótono de las olas que rompían en la orilla de la playa. Me gustaría saber cuándo me duermo, nunca me entero.
Sería ya de madrugada cuando me desperté sobresaltado, entonces, tuve conciencia de que me había dormido. Me acordé del madero. Me incorporé en la cama y miré por la ventana. La oscuridad, a corta distancia, era casi transparente, más lejos, todo negro. Divisaba el borde de la playa que se enmarcaba con las ráfagas fugaces de la espuma de las olas. Más adentro, en el mar, el gran triángulo de plata del resplandor de la luna. Cuando la luna está grande, llena, parece que sonríe.
―La luna en el mar riela ―dije. Después me volví a dormir.
Cuando me desperté, el sol entraba a raudales en mi habitación. Me vestí deprisa y bajé a la playa. No había nadie, todavía era temprano. Fui al sitio donde el día anterior había dejado al madero. No estaba. Lo busqué arriba y abajo recorriendo la playa: nada. Entonces, me acordé de sus palabras y extendí mi vista sobre el mar: tampoco, nada.
Algo llamó mi atención y me detuve. Entorné los ojos en un esfuerzo, concentrando la mirada sobre un punto muy lejano, allí donde el mar y el cielo se fundían en un mismo color: eran unas gaviotas volando sobre una pequeña estela blanca.
Un presentimiento, una alegría íntima, como una chispa que prende y en un instante se convierte en llama, hizo luz en mi pensamiento: allí van navegando juntos las gaviotas, las sirenas, el madero y las olas.
Me volví hacia el hotel, caminaba lentamente, atravesando la playa. Pensé: “seguro que, cuando lo cuente, no me van a creer; diré que es un cuento, EL CUENTO DEL MADERO QUEMADO”.
Carlos Abia
Finalista IV Certamen de Narrativa
Asociación Cultural Chozas de la Sierra
Noviembre 2007
Entrañable!!!
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